Los seres humanos somos seres sexuados y el pertenecer a uno de los géneros, femenino o masculino, es suficiente para organizarnos y estructurarnos más allá de nuestra voluntad y conciencia.
Queramos o no, desde que nacemos nos bombardean con mensajes y códigos de lo que es ser hombre o ser mujer en nuestras sociedades latinas. El eje central es la sexualidad.
La sexualidad es el fin de la existencia en la mujer, la maternidad y la procreación, la reproducción de otros seres y la satisfacción de las necesidades eróticas. Ser mujer es ser mamá y amante y ambas son parte de la sexualidad. El cuerpo es algo privilegiado e intenso en la mujer y de ahí que muchas mujeres sean reducidas a su cuerpo físico.
En nuestra cultura latina, los cuerpos de las mujeres se dividen en dos: lo maternal y lo erótico. Como no se acepta mezclar la maternidad con el erotismo, la sexualidad de la mujer está fuertemente dividida.
Esta división no es biológica. No nacemos divididas entre maternas y eróticas. Esta división se aprende en el ámbito social. Nos enseñan a ser así dentro de la familia, la iglesia y la escuela. No es un asunto cultural, más bien es algo social y económico.
Se quiere limitar la mujer al espacio doméstico, al hogar, los hijos y la cocina. Así, el hombre brilla solo y maneja el mundo económico. Ellos no quieren soltar ese trono. Como dice la canción mejicana pero sigo siendo el rey.
Aprendemos muy temprano en la vida el sistema de género. No podemos ver al mundo sin pensar en hombre o mujer. La primera identidad y conciencia de lo que somos, es el género. Nos asignan ser madres y no se puede concebir una mujer que no sea madre. Se nos dice que es “instintivo” o sea, que nacemos así, el famoso instinto maternal. Pobre de una mujer que decida no casarse o no tener hijos, no la dejan vivir en paz.
Ser mujer es ser madre, amamantar, estar para otros, construir otros sujetos, cuidar a los demás. Las tareas domésticas que realizamos, no se consideran trabajo. De ahí que no se valorice el trabajo que realizan las mujeres de la misma manera que se valoran los trabajos realizados por los hombres.
Si hago el trabajo doméstico en mi casa se supone que sea algo que realizo por amor, instinto maternal y cuidado de los hijos. Si se hace fuera de la casa entonces sí es considerado un trabajo y se paga por él.
La sociedad patriarcal, o sea, la sociedad dominada por los hombres, tiene principios fundamentales y uno de ellos es la segregación por géneros. Así, el genero masculino ocupa el espacio publico, o sea, todo lo que tiene que ver con valores materiales, políticos y culturales, mientras el espacio femenino pertenece a lo privado, la vida cotidiana, junto a los niños, los viejos, los enfermos y los jóvenes.
Este tipo de sociedad enfoca las relaciones de poder entre los géneros, estando el masculino en una posición superior y la mujer en una inferior. Esta jerarquía se expresa en todas las dimensiones de la vida, tales como sociales, personales, jurídicas, etc. Aún siendo oprimidas y desposeídas, las mujeres somos poderosas, los poderes positivos son relacionados con la sexualidad: los maternales y los eróticos. Esto tiene como consecuencia que las mujeres consideren como lo más importante de su vida todo lo que ocurre en la esfera materno-conyugal, dando peso a su pareja y a su familia.
El mundo patriarcal ve a la mujer como un ser cuyo sentido de la vida es para cuidar a otros y considera “denigrante” hacer las tareas “femeninas”, ya que el hombre no tiene tiempo para ese mundo, ese es el mundo de la mujer. Una de las consecuencias de todo esto es que la mujer no es dueña de sí, sino que pertenece a los otros, no puede tener un proyecto de vida, una carrera. Aunque muchas mujeres hemos roto esa imagen, casi siempre lo pagamos muy caro. Tenemos como premio una doble jornada de trabajo, una en la casa y otra en el mundo público.
No ganamos tanto como los hombres, aunque hagamos el mismo trabajo y quizás mejor y casi todas esas mujeres en transición están solas o con graves problemas con su pareja. Que no me digan que eso ha cambiado, solo hemos lavado la cara por la vergüenza de la injusticia y la desigualdad. Los hombres y las mujeres no somos iguales. Sí, somos diferentes pero tenemos los mismos derechos, las mismas obligaciones y responsabilidades. La diferencia esta ahí, a la vista. La igualdad necesita ser construida y nos falta mucho para lograrlo, sobre todo en las sociedades latinoamericanas.