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La honestidad tiene un precio

Ser honesto o tratar de serlo en una sociedad enferma, en estado agónico, al borde del colapso, con un cáncer que ha hecho metástasis en todos sus orgánicos, desde la familia, célula vital de la ética y la moral, hasta las cúpulas de los partidos políticos, económicas, culturales, intelectuales, profesionales, policiales y militares, tiene un precio muy alto que no muchos están dispuestos a pagar para no ser crucificados, marginados y maldecidos hasta por su propia familia que no le perdonan ser diferente.

En un país donde los valores del éxito y del poder están relacionados con la política, la corrupción, el narcotráfico, la prostitución y el crimen, sin un régimen de consecuencias, donde el borrón y cuenta nueva se reelige cada cuatro años, ser honesto es un problema.

Un  honesto es un pendejo, es alguien que teniendo capacidad y talento, le huye al dinero fácil y prefiere el trabajo que lo dignifica y engrandece ante sí mismo y la sociedad.

¿Para qué sirve un médico que no ve a los pacientes como clientes, sino como seres humanos? ¿Para qué sirve un abogado apegado a la doctrina y los principios si sus colegas están alejados, de esos paradigmas? ¿Para qué sirve un periodista o comunicador objetivo y veras, que no le pone precio a lo que escribe ni lo que habla si la mayoría están corrompidos?

¿De qué y para qué sirven los honestos en una sociedad de deshonestos, donde los inmorales son mayoría y hasta se confunden en un abrazo con los otros como si fueran lo mismo, como si su práctica fuera la misma?

(“Nada es mejor, todo es igual, lo mismo un burro que un gran profesor”, escribió Enrique Santos Discépolo en un tango memorable de los años 30 del siglo pasado. “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor (…) Los inmorales nos han igualado”, sentencio con inusitada razón.

La “presión de grupo” es demasiado grande y tentadora para un hombre o una mujer que no quiere ser parte del círculo vicioso corrompido que empobrece espiritualmente a los demás. (Es difícil no caer en la tentación)

Ser o intentar ser honesto es una osadía similar a la de estar vivo, es llevar la contraria, ponerse el traje de “roscaizquierda” aunque el precio a pagar sea la vida misma.

¿Quién paga o estimula la honestidad de una persona en un país donde prima la extorsión, el oportunismo, el chantaje, el enriquecimiento ilícito, el micro tráfico de drogas asentados en miles de puntos ubicados en los barrios y protegidos por la policía y los militares que cobran peajes por hacerse de la vista gorda y tratar de que a los delincuentes no les ocurra nada?

En un país donde “na e na” estudiar y trabajar, ganarse el pan con el sudor de la frente, no es lo que se estimula; al contrario, se premia al que roba, mata, vende drogas; al político ladrón, al funcionario corrupto que entra al Estado sin un peso en los bolsillos y termina podrido en dinero. ¡Esos son los paradigmas de esta sociedad cancerígena!

Lo reitero: El daño moral que le han hecho los políticos al país, sobre todo los que han gobernado los últimos 20 años, solo se repara en 20 o 30 años de revolución siguiendo el ejemplo de Singapur donde fusilaron a todos los corruptos, violadores, traficantes de drogas, evasores de impuestos y contrabandistas. Gracias a ese régimen de consecuencias, Singapur es hoy el cuarto país mejor para vivir, con uno de los mejores sistemas de salud, educación y seguridad del mundo. ¡En Singapur sí se puede y se debe ser honesto!

Este artículo fue escrito por JUAN TH

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