Tendría cinco años de edad cuando en las madrugadas mi padre mi levantaba de la cama, me montaba en la parrilla de una bicicleta para que lo acompañara al taller de zapatería donde trabajaba. Desde entonces no he hecho otra cosa que trabajar. (Los primeros recuerdos de mi infancia están vinculados al trabajo)
Cuando un locutor, con voz entrecortada anunció “el asesinato vil y cobarde del generalísimo Padre de la Patria Nueva, Rafael Leónidas Trujillo Molina”, me encontraba junto a mi padre y otros obreros en el taller donde era un “ayudante avanzado”, con la boca llena de “puntillas” haciéndole cerco a los zapatos.
“Los sueños se realizan trabajando”, solía decir mi padre, nacido y criado en San Francisco de Macorís de nombre Próspero Taveras Castillo de cuya familia no supe nunca mucho pues no conocí a sus padres y nunca me habló mucho de ellos. Dejó de fumar y de tomar alcohol el día que nací. “Un hijo mío no me verá borracho nunca” se prometió a sí mismo. Tuvo más de 40 hijos y ninguno lo vimos tomar alcohol nunca. “Si te encuentro fumando te rompo el cigarrillo en la boca”, me sentenció un día obligándome a fumar por más de 20 años sin que me viera. (Hace 24 años que dejé el vicio)
Orgulloso de su “sexto curso de cuando Trujillo” (distinto al de los años posteriores) hizo del trabajo una religión pasando de zapatero a chófer de carro público (tenía dos ya que en esos años era inter- diario, con franjas rojas y azules en el capote) y luego conducía el camión de la carne en Macorís (un furgón frigorífico) y posteriormente un camión pesado en Obras Públicas hasta que fue pensionado con “dos o tres pesos” que no le alcanzaban ni para las pastillas de su hipertensión.
Un día me encontré un reloj en la calle. Corriendo fui a mostrárselo. Lo miró y me preguntó dónde lo había hallado.
- En la calle- contesté.
- Un día de estos te encontrarás un policía- dijo.
Me hizo llevarlo al lugar donde estaba el reloj. Miró de un lado a otro. Le preguntó a dos o tres hombres si habían extraviado esa prenda y todos respondieron que no. (Hoy todos habrían dicho que sí).
No podía llegar a mi casa con nada que no fuera mío, que no me hubiera ganado con el trabajo. “¡No crio ladrones!” Advertía.
Cuando empecé a percibir dinero en la zapatería o en cualquiera de los muchos oficios en los que me desempeñé antes de estudiar periodismo (zapatería, vendedor de los periódicos Patria, Listín, Caribe y El Nacional; panadería, ebanistería, mecanógrafo) era obligatorio entregarle una parte a mi madre, cosa que hice hasta su muerte repentina hace unos años.
Por órdenes de mi padre, el vecino más cercano, Arcadio, plomero, tenía la libertad de darme “una pela” si le faltaba el respeto. “¡A los mayores hay que respetarlos!” Decía.
“Al mediodía hay que estar en la casa. Un muchacho no hace nada en casa ajena a la hora de la comida”, dispuso.
Nunca me llevó a la escuela porque él fue mi escuela, una escuela de valores y principios que lamentablemente se han perdido.
Lo que soy hoy se lo debo a esas enseñanzas diarias de mis padres que siempre predicaron con el ejemplo (una correa y decenas de castigos) para que no torciera el camino. Cuando murió una parte de mí se fue con él. Pero cuando mi madre murió, yo también morí.
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